Estación Catedral

Aquella mañana, entre las calles Boyacá y Aguirre, mientras aguardaba la llegada de la metrovía, pensaba en ella. Sabía que aparecería en cualquier momento. ¿Pero qué le diría? ¿Los temblores en mi estómago me dejarían hablar? No quería que los nervios me llevaran a la mentira a la que suelo recurrir cada que el estómago empieza a verbalizar un idioma cetáceo. Una por una se van colocando sobre mis muelas y saltan hasta la punta de la lengua (las mentiras). Si no logro escupirlas antes de que tomen cuerpo, me veo obligado a escapar de la conversación con alguna excusa sobre el trabajo o mi hija que está enferma en casa y, a su vez, esas son otras mentiras. No hay placer en mis narrativas inverosímiles pero he llegado a convertirlas en una especie de muletilla, de preámbulo que si no es controlado puede tomar el cuerpo de mi propio discurso. Lo usurpa y la gente se cansa de escucharme mentir porque solo se necesita un dedo de frente para descubrir la mentira que se asoma detrás de la lengua. Echan los ojos para atrás, a veces sueltan un bostezo y entonces sé que he perdido la atención de mi interlocutor. Y en ese preciso momento es cuando cobra más fuerza la lengua que se mueve vertiginosamente acariciando encías, dientes y muelas. Y no para.
Temía que mi estómago empezara a hablar en cetáceo y que poseyeran a mi boca las mentiras justo cuando ella iba a aparecer. Y apareció cuando el autobús que acababa de estacionarse avanzaba para descubrir a los nuevos pasajeros que se habían bajado en la estación Catedral. Tenía un lazo verde en el cabello y unas botas que le combinaban y el vestido era llano con un bordado de nido de abeja sobre le pecho y los lentes redondos con un marco nacarado, eran grandes y redondos y destacaban sus ojos negros. Una mueca le apareció en los labios al dar un paso hacía atrás para salir en busca del extraño que le había hablado por teléfono y prometido encontrarla a tiempo porque las estaciones eran peligrosas. Ese extraño temía que vieran linda y que algún degenerado quisiera seducirla con esos chupetes rojos con cabeza de Miquimaus, estrategia infalible para convencerla de que se fuera a la cama, para que durmiera y dejara en paz a su madre con el otro hombre que se materializaba todas las noches en la cama, en la cama que estaba junto a la suya porque solo había una habitación, un solo ambiente para la cocina, la sala y los cuartos. Y el chupete colorado le hacía dar sueño. Y el otro hombre no era su padre pero siempre llegaba a casa con esas cajas repletas de golosinas que repartía entre los chicos del vecindario cada vez que se asomaban para molestarlo a él a y la madre cuando se envolvían con las sábanas para ver el fútbol. Y el fútbol duraba hasta altas horas de la madrugada pero ella no podía saber cómo iba el partido porque siempre tenían la pantalla vuelta hacia la pared y solo ellos podían mirar y el volumen estaba bajo y entonces quedaba únicamente el lamento de la madre y del hombre materializado. La materialización se volvía cada vez más recurrente hasta que lo cambió por otro, y ese no llevaba chupetes sino muchines y ella igual se los comía porque los acompañaban con miel de abeja y todo lo que fuera dulce le gustaba hasta que le descubrieron la diabetes y entonces la madre le dijo que no podía probar bocado de azúcar. La niña lo resolvía ahorrando de centavo en centavo para luego marchar hasta la despensa de la esquina y comprar una libra de azúcar que se iba metiendo en la boca de a puñados y en la noche no podía dormir y las hormigas le dejaban ronchas en la entrepierna cada vez que mojaba la cama. Y como no podía dormir escuchaba al hombre de los muchines que imitaba a una cabra enfurecida y olía al perfume de otras mujeres que probablemente lo esperaban en otras camas que tenían más camas al lado y a otros niños o niñas ocultos bajo las sábanas suplicando al sueño que se los llevara.
El sueño era traicionero y entonces quien se los llevaba era el llanto y los de la cama de al lado se ponían de pie con un látigo de cuero de vaca en la mano, sí, todavía los usan, aunque para esos propósitos cualquier herramienta es útil. Pero la niña había hablado con el extraño y él se preocupaba por ella preguntado por la escuela, pero ella no iba a la escuela porque la criaron en el desinterés, en la condición de inservible, de inútil e ignorante, de vagabunda que tiene amigos para el día pero que en la noches debe volver a la habitación compartida para rogarle al sueño, para prenderle velitas a los santos. La abuela decía que los santos hacían favores, pero debía tener cuidado porque la madre se enojaba si había fuego en la casa. Las encendía justo cuando ellos habían terminado de acurrucarse en el silencio y en el privilegio del sueño que ella no conocía, o que apenas probaba en los cortos espacios de silencio que ocurrían. Cuando la vela se encendía ya no sabía a qué santo rezarle porque no conocía a ninguno, solo conocía a santos en plural y los invocaba en su intento desesperado de recuperar el silencio prolongado y el sueño pueril que hacia tanto había abandonado. Ella no iba a la escuela porque no era importante, porque a veces aprovechaba los días para convertirlos en noches con otros niños que buscaban el sueño en los patios de casas abandonadas y que usaban mantas oscuras para imitar la penumbra y con eso se cubrían las cabezas. Pronto llegaba el calor que los obligaba a descubrirse y el sueño era interrumpido por el bochorno y el bochorno calmado con una zambullida en las aguas que les habían prohibido meter a la boca pero que de todos modos saboreaban cuando salpicaban risas pasajeras y juegos que los adultos acallaban para seguir viendo el futbol, para charlar con las comadres; porque les fastidiaba el escándalo, el calor y también la vida. Una buena vida era lo que le había prometido el extraño pero era demasiado temprano para que le hablaran a ella en un lenguaje conceptual, pero sonaba bien y la animaban los planes de los que la madre no se enteraba. Y ese día se había puesto el vestido pálido con el bordado en el pecho y los lentes nacarados, que en realidad no eran necesarios pero que resaltaban sus ojos. Los había conseguido de segunda mano y le gustaban porque le daban la apariencia de una infanta intelectual, pero ella no sabía lo que era eso, se lo había dicho el vecino que era letrado e intelectual, y a ella le hubiera gustado parecerse a él y a su familia que no hacía ruidos ni compartía cuartos ni veía el fútbol hasta la madrugada. Esa madrugada se había dispuesto a no dormir y cuando estuvo a punto de vestirse y abultar sus cosas en una bolsa de plástico negro recordó que más valía que les encendiera una vela a los santos en plural para que le hicieran el favor. Como la madre y el hombre de los muchines estaban dormidos se acurrucó para orar y en la esquina junto a su cama encendió la vela hasta que, sin querer, se quedó dormida. Fue un sueño corto y profundo que fue interrumpido por un sobresalto. Ellos seguían dormidos con la vela encendida cerca, y cuando las primeras chispas cayeron sobre lo que había sido su cama, almohada y sábanas, la niña ya estaba con un pie en el primer escalón del autobús, entregando al conductor sus veinticinco centavos ahorrados. En el trayecto sintió miedo, sintió terror por las miradas masculinas que la persiguieron y las femeninas que le señalaron el bordado de nido de abeja mientras sonreían y ella pensaba, viejas morbosas y mironas y les volteó la cabeza para fijar su par de ojos sobre otros en los que logró reconocerse. En la estación Catedral no tuvo necesidad de caminar hacia el extraño, que era yo, porque ya me iba acercado en silencio, aguardando a que mi estómago se callara, y se calló y no tuve oportunidad de decirle nada porque ella se quedó dormida mientras iba caminando de mi mano, mientras cruzaba la calle y mientras tomábamos helado, se quedó dormida caminando y durmió todo el día, toda la semana, todo el mes.

El hombre sin cabeza

Qué hace un par de ojos, una nariz, una boca, unos pómulos, un mentón, unas orejas… de qué sirve la cabeza (en sentido literal). No el cerebro. No. Aunque es una expresión a la que solemos recurrir con frecuencia: “usar la cabeza”. Para qué. De qué sirve. Define identidad. Construye a la persona.

Pero qué es la persona (si el latín nos dice que persona significa máscara).

Cada cara (y cabeza): una máscara.

Les dejo un cortometraje que -en mi opinión- viene a cuestionar lo que define nuestra identidad y (talvez) el valor de la “persona”.

Título: L'homme sans tete (El hombre sin cabeza) / Director: Juan Diego Solanas 

País: Francia / Año: 2003






Bodas

La novia se hizo virgen después del matrimonio. Tras conocerse a través de parientes en común llevaron un noviazgo de siete años que estuvo repleto de encuentros en moteles de lujo –que ella pagaba- porque los padres de él no aprobaban la relación.

Ella esperaba a que él terminara las tareas de física (siempre lo asistía un tutor) para ir a recogerlo. Él tenía dieciséis años y le decía a sus padres que a las seis de la tarde se iba a las reuniones con el club de periodismo. Mentira. Después de saltar la cerca se trepaba en el auto de ella. Regresaba a casa a las diez menos cuarto, como niño bueno de colegio que seguía siendo. Y así entraba al motel, uniformado de blanco y gris con un escudo en el pecho, y los empleados se escandalizaban temiendo un incesto.

Ella lo recogía tras salir de la ofician, era ejecutiva de cuentas de una agencia de publicidad a la que había entrado hace diez años como pasante. Ejecutiva ejemplar, como era, se había convertido en la predilecta de los clientes, sobre todo de algunos hombres de negocios que, en las noches en que al joven le limitaban los permisos, le aumentaban a ella la suma total de sus ingresos mensuales.

La novia se hizo virgen el día del matrimonio, frente al altar cuando le juró su amor en la pobreza y en la enfermedad. Le dijo no puedo más, ya estoy vieja, me da lo mismo si te haces de putas pero alguien se va a tener que hacer cargo de mí. Pocos años después él tuvo otro matrimonio (no oficializado) porque acabó por enamorarse de la hija de la novia (no reconocida) que había vivido toda su infancia y adolescencia junto el padre quien había muerto intempestivamente y entonces madre e hija (completas desconocidas) debieron reencontrarse por obligación, porque la ley y sangre las llamaban.

Él se hizo de putas y de la hija (todos se conocían entre ellos y se llevaban muy bien). La novia quedó virgen hasta que murió y nunca nadie más se atrevió a tocarla (o por lo menos eso decían). Él se hizo viudo, se zafó de las putas y de adúltero pasó a ser un abnegado esposo (la chica nunca pudo tener hijos) y en sus últimos días fue un casto filántropo. La muerte le arrebató a la hija de la novia tras un cáncer fulminante y eso lo dejó devastado. Hoy ya él también está muerto y en los altares le rezan y aguardan su canonización.

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