Temía que mi estómago empezara a hablar en cetáceo y que poseyeran a mi boca las mentiras justo cuando ella iba a aparecer. Y apareció cuando el autobús que acababa de estacionarse avanzaba para descubrir a los nuevos pasajeros que se habían bajado en la estación Catedral. Tenía un lazo verde en el cabello y unas botas que le combinaban y el vestido era llano con un bordado de nido de abeja sobre le pecho y los lentes redondos con un marco nacarado, eran grandes y redondos y destacaban sus ojos negros. Una mueca le apareció en los labios al dar un paso hacía atrás para salir en busca del extraño que le había hablado por teléfono y prometido encontrarla a tiempo porque las estaciones eran peligrosas. Ese extraño temía que vieran linda y que algún degenerado quisiera seducirla con esos chupetes rojos con cabeza de Miquimaus, estrategia infalible para convencerla de que se fuera a la cama, para que durmiera y dejara en paz a su madre con el otro hombre que se materializaba todas las noches en la cama, en la cama que estaba junto a la suya porque solo había una habitación, un solo ambiente para la cocina, la sala y los cuartos. Y el chupete colorado le hacía dar sueño. Y el otro hombre no era su padre pero siempre llegaba a casa con esas cajas repletas de golosinas que repartía entre los chicos del vecindario cada vez que se asomaban para molestarlo a él a y la madre cuando se envolvían con las sábanas para ver el fútbol. Y el fútbol duraba hasta altas horas de la madrugada pero ella no podía saber cómo iba el partido porque siempre tenían la pantalla vuelta hacia la pared y solo ellos podían mirar y el volumen estaba bajo y entonces quedaba únicamente el lamento de la madre y del hombre materializado. La materialización se volvía cada vez más recurrente hasta que lo cambió por otro, y ese no llevaba chupetes sino muchines y ella igual se los comía porque los acompañaban con miel de abeja y todo lo que fuera dulce le gustaba hasta que le descubrieron la diabetes y entonces la madre le dijo que no podía probar bocado de azúcar. La niña lo resolvía ahorrando de centavo en centavo para luego marchar hasta la despensa de la esquina y comprar una libra de azúcar que se iba metiendo en la boca de a puñados y en la noche no podía dormir y las hormigas le dejaban ronchas en la entrepierna cada vez que mojaba la cama. Y como no podía dormir escuchaba al hombre de los muchines que imitaba a una cabra enfurecida y olía al perfume de otras mujeres que probablemente lo esperaban en otras camas que tenían más camas al lado y a otros niños o niñas ocultos bajo las sábanas suplicando al sueño que se los llevara.
El sueño era traicionero y entonces quien se los llevaba era el llanto y los de la cama de al lado se ponían de pie con un látigo de cuero de vaca en la mano, sí, todavía los usan, aunque para esos propósitos cualquier herramienta es útil. Pero la niña había hablado con el extraño y él se preocupaba por ella preguntado por la escuela, pero ella no iba a la escuela porque la criaron en el desinterés, en la condición de inservible, de inútil e ignorante, de vagabunda que tiene amigos para el día pero que en la noches debe volver a la habitación compartida para rogarle al sueño, para prenderle velitas a los santos. La abuela decía que los santos hacían favores, pero debía tener cuidado porque la madre se enojaba si había fuego en la casa. Las encendía justo cuando ellos habían terminado de acurrucarse en el silencio y en el privilegio del sueño que ella no conocía, o que apenas probaba en los cortos espacios de silencio que ocurrían. Cuando la vela se encendía ya no sabía a qué santo rezarle porque no conocía a ninguno, solo conocía a santos en plural y los invocaba en su intento desesperado de recuperar el silencio prolongado y el sueño pueril que hacia tanto había abandonado. Ella no iba a la escuela porque no era importante, porque a veces aprovechaba los días para convertirlos en noches con otros niños que buscaban el sueño en los patios de casas abandonadas y que usaban mantas oscuras para imitar la penumbra y con eso se cubrían las cabezas. Pronto llegaba el calor que los obligaba a descubrirse y el sueño era interrumpido por el bochorno y el bochorno calmado con una zambullida en las aguas que les habían prohibido meter a la boca pero que de todos modos saboreaban cuando salpicaban risas pasajeras y juegos que los adultos acallaban para seguir viendo el futbol, para charlar con las comadres; porque les fastidiaba el escándalo, el calor y también la vida. Una buena vida era lo que le había prometido el extraño pero era demasiado temprano para que le hablaran a ella en un lenguaje conceptual, pero sonaba bien y la animaban los planes de los que la madre no se enteraba. Y ese día se había puesto el vestido pálido con el bordado en el pecho y los lentes nacarados, que en realidad no eran necesarios pero que resaltaban sus ojos. Los había conseguido de segunda mano y le gustaban porque le daban la apariencia de una infanta intelectual, pero ella no sabía lo que era eso, se lo había dicho el vecino que era letrado e intelectual, y a ella le hubiera gustado parecerse a él y a su familia que no hacía ruidos ni compartía cuartos ni veía el fútbol hasta la madrugada. Esa madrugada se había dispuesto a no dormir y cuando estuvo a punto de vestirse y abultar sus cosas en una bolsa de plástico negro recordó que más valía que les encendiera una vela a los santos en plural para que le hicieran el favor. Como la madre y el hombre de los muchines estaban dormidos se acurrucó para orar y en la esquina junto a su cama encendió la vela hasta que, sin querer, se quedó dormida. Fue un sueño corto y profundo que fue interrumpido por un sobresalto. Ellos seguían dormidos con la vela encendida cerca, y cuando las primeras chispas cayeron sobre lo que había sido su cama, almohada y sábanas, la niña ya estaba con un pie en el primer escalón del autobús, entregando al conductor sus veinticinco centavos ahorrados. En el trayecto sintió miedo, sintió terror por las miradas masculinas que la persiguieron y las femeninas que le señalaron el bordado de nido de abeja mientras sonreían y ella pensaba, viejas morbosas y mironas y les volteó la cabeza para fijar su par de ojos sobre otros en los que logró reconocerse. En la estación Catedral no tuvo necesidad de caminar hacia el extraño, que era yo, porque ya me iba acercado en silencio, aguardando a que mi estómago se callara, y se calló y no tuve oportunidad de decirle nada porque ella se quedó dormida mientras iba caminando de mi mano, mientras cruzaba la calle y mientras tomábamos helado, se quedó dormida caminando y durmió todo el día, toda la semana, todo el mes.