God can be so hilarious

Hace algunos meses llegue a conocer -por puro azar- a Regina Spektor (mitad rusa, mitad americana), intérprete y compositora que, a mi juicio, sabe lucirse en el piano y tiene una increíble capacidad para reinventarse. Prueba de ello son sus producciones Soviet Kitsch y Begin To Hope

Talvez algunos recuerden Fidelity -el video aparecía siempre en Sony- que es uno de sus temas más comerciales, pero yo la conocí a través de Après Moi, una melodía dramática y oscura que aparece en este video de YouTube... 


Laughing With, Eet, Two Birds, The Calculation y One More Time With Feeling son algunas de las canciones que más he disfrutado tras escuchar el último álbum de Regina, Far, que se lanzó en junio de este año. Las pueden escuchar en el playlist que viene a continuación y a mi selección se suma un fragmento de la letra de Laughing With, uno de los primeros sencillos y que está bastante mejor lograda que cualquier cancioncilla melosa y romántica...

No one laughs at God in a hospital / No one laughs at God in a war / No one’s laughing at God / When they’re starving or freezing or so very poor

No one laughs at God / When the doctor calls after some routine tests / No one’s laughing at God / When it’s gotten real late  / And their kid’s not back from the party yet

No one laughs at God / When their airplane start to uncontrollably shake / No one’s laughing at God / When they see the one they love, hand in hand with someone else / And they hope that they’re mistaken

No one laughs at God / When the cops knock on their door / And they say we got some bad news, sir / No one’s laughing at God / When there’s a famine or fire or flood

But God can be funny / At a cocktail party when listening to a good God-themed joke / Or when the crazies say He hates us / And they get so red in the head you think they’re ‘bout to choke / 

God can be funny / When told he’ll give you money if you just pray the right way / And when presented like a genie who does magic like Houdini / Or grants wishes like Jiminy Cricket and Santa Claus / God can be so hilarious  / Ha ha

No one laughs at God in a hospital / No one laughs at God in a war / No one’s laughing at God / When they’ve lost all they’ve got / And they don’t know what for / No one laughs at God on the day they realize / That the last sight they’ll ever see is a pair of hateful eyes / No one’s laughing at God when they’re saying their goodbyes

No one’s laughing at God / We’re all laughing with God

Laughing With, Regina Spektor 

Theonion.com


Vale la pena visitar este sitio: un medio de comunicación ficticio (inicia con una versión impresa como tabloide) cuyas noticias son falsas pero, en esas mentiras inocentes se descubren algunas visiones críticas frente a la sociedad.

Los redactores de The Onion se apropian de elementos de la realidad para construir noticias que conjugan creatividad, humor, visión reflexiva e ironía.

Su canal de TV (Onion News Network) y programas de radio cuentan con una buena producción.


ONN (Onion News Network)

A continuación un par de citas (traducidas) de las más recientes publicaciones:

Para Apple

"Estoy orgulloso de presentar en este día, para aquellos que realmente lo merecen, el más increíble de nuestros iPhones", anunció el el presidente ejecutivo de Apple, Steve Jobs, mientras extendía su palma izquierda -aparentemente vacía- en dirección de un público que lucía impaciente. "No solamente es nuestro modelo menos pesado y más ligero, sino que, como cualquier comprador fiel de Apple podría apreciar, es además el más atractivo que hayamos diseñado jamás".

Julio 28, 2009. "Apple declara que su nuevo iPhone será visible solo para los más fieles de sus clientes"

Para Twitter

"El creador, Jack Dorsey, se manifesto desconcertado tras descubrir que su sitio web de microblogging, Twitter, se estaba usando de manera pertinente para difundir información durante los recientes conflictos en Iran. “Twitter estaba pensado para que los ociosos y egoistas pudiertan compartir su pensamientos más banales e idiotas con cualquier sujeto que fuera lo suficientemente patético como para leerlos”, dijo Dorsey visiblemente consternado…"

Junio 24, 2009. "Creador de Twitter en Iran: Nunca quise que Twitter fuera útil"

Backstreet fan, ¿y qué?

Brian, Nick, A.J. y Howie. Pobres niños tontos.

El que esté libre de haber tenido un interés vergonzoso en algún momento de su vida que tire la primera piedra.

Yo no soy la excepción. Confieso que en mi temprana adolescencia fui admiradora (con vestiduras rasgadas y todo el
show) de los Backstreet Boys. Los chicos de la calle trasera, alright.

Los efectos de la música comercial me habían convertido en una pequeña grupie y no fue sino hasta que llegué a verlos, en vivo y en directo,
live from Washington D.C. en el MCI Centre, que el desencanto me quitó el velo de los ojos y aprendí a reconocerlos como lo que eran: unos musiquillos recogidos de la calle de atrás.

Coreografías impecables, disfraces que parecían sacados de Disneylandia, escenografías de cientos de miles de dólares, canciones cuyo estribillo era similar al del sencillo del disco anterior y gringuitas escandalosas que se tatuaban los nombres de Nick, A.J., Brian, Kevin, Howie en el pecho, era lo que envolvía el universo de una fanática de los
boy bands de finales de los noventa.

Alta traición: Si eras fan de los BSB el pecado capital era escuchar a los NSYNC y viceversa, los que vinieron después ni siquiera merecían la pena de ser celados por la mediocridad de sus canciones y burdos intentos de copia de los príncipes que se disputaban la corona.

Y pensar que al final se quedó sólo Justin. Ni NSYNC, ni Backsteet Boys.

Aunque la devoción fue decreciendo a medida que aumentaba mi edad, no voy a negar que seguía comprando sus álbumes. Al principio con un sincero interés de apoyarlos y descubrir qué nuevo material tenían para el mercado, pero al final del día era más el morbo que la lealtad lo que me empujaba, ya no a comprar, sino a descargar –ilícitamente, si vale la pena mencionarlo- sus últimos sencillos y por qué no el álbum completo (ahora todo es más fácil con los torrents).

Lo que queda hoy es un cariño (aún vergonzoso), una mirada maternal a esos juegos de niños que siguen llevando mis (otrora) mimados Backstreet. Los contemplo desde el centro del mundo con una nostalgia lastimera. Qué triste que sean tan comerciales, acaso en algún momento de sus carreras musicales les hubiera gustado caminar por las carreteras de la buena música.

Not.

Todo esto porque... hace apenas unas horas descubrí que acaban de oficializar su más reciente producción con un sencillo que promete ser una metamorfosis de su música: del pop al dance… Ah ya, qué sorpresa.

Straight through my heart (sí, suena al Straight from the heart de Bryan Adams), un single que, probablemente no interese a ninguno de los lectores de este blog y es otra de esas melodías melifluas y pegajosas que se escuchan solo por novelería.

Lo mismo ocurre con el resto del álbum. Además de que en ocasiones suenan como una mala copia de Chris Brown, repiten los mismos acordes, efectos de sonido y letras que aparecían en la producción anterior. Bueno, no hay que condenarlos, talvez en algo han cambiado pero siguen siendo un equipo –que se redujo a cuatro integrantes desde el disco anterior, chao, Kevin- bien fabricado para los oídos light de antiguas o nuevas fanáticas de los Boy Bands (ahora me excluyo).

Con una mirada lastimera recorro las letras de las canciones en algún
site de lyrics y me encuentro con las mismas ideas que no cesan de repetirse: oh nena, me has roto el corazón, sin ti no podría vivir, me has disparado a quemarropa y estoy sangrando por tu amor, adiós amor y un repertorio interminable de lugares comunes que me ponen los pelitos de gallina. Brrrr.

Chao Nick, chao A.J., chao Brian… chao Howie.

Buona fortuna, seguramente les irá bien con las ventas.

Chao Peterpanes.

Aira en Guayaquil

(para entrar en contexto)
En este mes de julio se celebró en Guayaquil la feria del libro (Expolibro) que contó con la presencia de algunos escritores ecuatorianos y unos pocos internacionales. Entre los extranjeros que nos visitaron estuvo el argentino César Aira, considerado como “EL” personaje no solo porque fuera su primera visita a Guayaquil sino porque es uno de los principales exponentes contemporáneos de la literatura argentina.


De su intervención en la tarde del sábado 11 de julio llamó mi atención su manera de plantear el ejercicio de la escritura (narrativa en este caso): la aproximación al texto.
Hay quienes abogan por la planificación y la narración bien premeditada y organizada. Él, por contraste habló de un solo requisito para salir al encuentro de las palabras: un disparo basta para entrar a narrar y encaminarnos por las sendas de las historias.

No hay guiones establecidos en la cabeza del autor. Sobre la marcha se van reconociendo personajes, llevándose a cabo las acciones, conflictos o desenlaces. Esto no significa que no haya un ejercicio del pensamiento que provea una conexión lógica entre los sucesos, no, pero es -talvez- una manera más libre de relacionarse con la escritura.

Me encuentro identificada al coincidir en su proceder. No siempre, pero suele pasar. Hay un momento clave que viene para anunciarnos la llegada de una idea: una frase, una imagen, una persona, un evento, un pensamiento y… ¡voilá! Ese es el gatillo. Nos sentamos sobre el papel... Los dedos empiezan a moverse vertiginosamente sobre el teclado. O sea, escribimos desde las vísceras.

También nos decía que el no se retracta. César Aira no se corrige a sí mismo, solo espera enmedar cuando llegue el próximo encuentro con las palabras.

Sin más preámbulos, comparto un breve relato de este autor que llamó mi atención y me pregunto: ¿cuál habrá sido el pequeño disparo para esta narración?


*****

El carrito 

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.

Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire. En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.

Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo. Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?
Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.

Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro. El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:

–Yo soy el Mal.

17 de marzo, 2004

Son mis seis de la tarde


La hora de la bestia es a las seis de la tarde.

Esta bestia tiene más de una hora, porque bien podría hacer de las suyas a las tres de la tarde de un domingo.

La bestia propicia sus horas para devorarnos la soledad y dejarnos más vacíos que si nos sintiéramos solos.

Existe indiscutiblemente para todos los paladares, en diferentes texturas, con diferentes nombres, sensaciones y apariencias.

Existe, y cuando se se siente es inaceptable.

No es la bestia, sino su hora que nos absorbe cuando el dominio de los sentidos es pleno, porque solo en la plena conciencia la bestia surge entre esas tienieblas que nosotros mismos permitimos que se formen dentro la habitación, aun cuando es de día.

La hora de la bestia me sucede ahora: son mis seis de la tarde en este martes.

Cuál es tu hora de la bestia.

El relato de la tipa del paraguas amarillo

Me miraba.

Sus ojos descansaban sobre el agua, sobre la baranda, sobre la tabla de madera y después sobre mi frente. Me miraba y me decía que me prestaba el muelle siete para cuando la necesidad de un escape fuese inminente.

Me lo prestó.

Mientras él insistía para que aceptase su oferta yo me visualizaba días, semanas o meses después de aquel encuentro usando el muelle siete para evadirme del letargo, de la ira, de la tristeza, del extrañamiento de algún tercero, de las responsabilidades indelegables.

Ya me veía a mi misma llegando como la sombra del humo de un cigarrillo que aterriza sobre las tablas de madera del muelle siete para hacerse tablas, para hacerse madera, agua o barandas. Para hacerme muelle siete.

Y allí mismo –en el muelle siete- me contó la historia que ha sido objeto de estudio durante horas (de la bestia) y que transcribo a continuación:

Iba caminando él por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera mientras se enfrentaba contra la llovizna y contra otros pedazos de gente cualquiera que transitaban sin pareja. De repente la vio a ella que avanzaba con pasos ligeros, desinteresada. Daba la impresión de que flotaba y que una marea de carne humana la conducía hacia el encuentro.

Cuando ella levantó la mirada él ya se la había sostenido. Ambos la mantuvieron a veinte, quince, diez metros.

Se encendió luz roja para los peatones.


A los diez metros de distancia seguían las miradas suspendidas, cruzadas. La luz vívida y aun roja.

En ese instante él comprendió que no habría otra como aquella. Hizo un scan de su traje impermeable y de su mano que sujetaba un paraguas amarillo y supo de inmediato que los dedos de ella hacían link con otros dedos, con otra mano, con otro hombre, con otro pedazo de carne, otro semáforo, otra acera.

Diez segundos antes de la luz verde.

Ella también lo miró y alcanzó a leer los pasos que iba dando su mirada. Si acaso las dudas que despiertan el instinto, el deseo y la pasión llegaron a emboscarla, pronto recuperó la certidumbre de una cama hecha en casa, de un marido leyendo el diario, de un vino compartido después de la cena, de un gato maullando tras las escaleras de una casa nueva de una ciudad cualquiera. Regresó a la certidumbre justo en el momento en que la luz se pintaba de verde y ya no eran diez metros, sino nueve…

Ella volvía a rozar más de cerca las dudas a medida que la distancia entre ambos se acortaba. Cinco metros y él se resistía a abandonarla, preso entre una masa incandescente de carnes envueltas en impermeables multicolores, se aferraba a los ojos de ella que ya se veían más oscuros, más endebles, más líquidos y con una apariencia similar al aceite.

Él exhaló cuando la tuvo en frente, después de que ella se detuviera a contracorriente y otras caras rezongaran a empujones. Se detuvo a cinco pasos, a cinco inhalaciones y el tiempo corría en el espacio.

Comprendió él, comprendió ella, cuando ambos dieron el siguiente y primer paso, que aquello (ella para él, él para ella) era como el vértigo que se libera ante el borde de un abismo, un sobresalto espasmódico que logra ser virtualmente placentero pero fugaz. Pronto final.

Ella era para él y mil veces por él. Era.

Dieron el siguiente primer paso sin siquiera rozarse las manos. Justo antes de que el primer auto atravesara la línea de cebra, justo antes de que los arrollaran, incluso antes de que el encuentro se hubiera consumado.

Ella volteó, él no.

Él pensaba que las migajas de pan se van regando con la inconciencia. Mientras más lejos escapes, más difícil será encontrarla, pensó. A las migajas se las lleva el acertado viento. Y así fue.

Caminó y caminó, hasta que se encontró perdido en la ciudad cualquiera. Agarró un teléfono y llamó al primer conocido que recordaba y cuando estuvo de vuelta en casa exhaló complacido por haber sido co-protagonista del encuentro.

En su casa, ella se hundió en el beso del marido: un profundo abismo que, en aquella ocasión, descubrió vacío.


Parecía un relato improvisado, un paralelismo para lo que nos ocurría en el muelle siete. Pero en el muelle nada se había iniciado, solo se había consumado. También me prestó el relato para que hiciera buen uso de él. Yo se lo arranqué del aliento pero a los cinco días lo olvidé. Acaso venía a mi mente algún fragmento, alguna palabra bien enfatizada: ciudad, carnes, metros, él, ella, aquel, aquella. Lo había olvidado porque más fuerte había sido la impresión que provocaban las semejanzas, la impotencia, la inconformidad y la distancia.

Cinco días después recorrí el trayecto de regreso que me condujo de vuelta (solo de vuelta) y lejos de la ciudad cualquiera.

Una vez recuperado el sedentarismo hice una llamada de larga distancia. Logré que los dedos no me temblaran al discar. Tras escuchar su voz, uno de esos acentos exóticos que solo encantan porque no son propios, empecé a hablar. Pero en realidad no había mucho que decir, sobre todo ahora que me había prestado el muelle y el relato de la tipa del paraguas amarillo.

Fueron fallidos los intentos de búsqueda del muelle, pues cada vez que salía a su encuentro, acababa por desencontrarme en un silencio frío y negro (no azul). Cuando lo vi por primera vez, al muelle no a él, lo oí decir tras de mi mientra contemplábamos la coincidencia cromática del paisaje: la paz viene en azul. Y yo pensé, ay qué cursi.

El muelle siete.

Con el auricular en la oreja aproveché para comentarle, luego de una de esas conversaciones protocolarias que se sostienen por teléfono con los amigos a distancia, que el problema era que al azul lo dividen muchos colores.

Lo escuché reír al otro lado de la línea y expliqué que solo llamaba con un propósito. Confesé que la impresión había podido más que la fuerza de su relato y que esperaba que me pudiera contar otra vez –con la misma parsimonia y elocuencia- aquel relato de la tipa del paraguas amarillo.

Queso, carne y biberones

Después de recorrer la plaza de Tertre en el barrio de Montmartre bajamos hasta la calle Tres Hermanos (Trois Frères). No teníamos reservación para el restaurante Refuge des Fondus pero de inmediato nos indicaron que pronto desocuparían una mesa. Eran cerca de las nueve de la noche y el cielo seguía alumbrando. Daba la impresión de que eran las seis de la tarde en una ciudad como Guayaquil. Eran las nueve de la noche, cuatro de junio en París.

Casi todos los negocios de la calle estaban cerrados pero alcancé a curiosear en un pequeño negocio de antigüedades chinas, tailandesas, taiwanesas. Ya no lo recuerdo. Antes de que pudiera reposar mi mano sobre alguno de los artículos, llamaron para que ocupásemos la mesa que se nos había asignado. En realidad solo había dos mesas. Con esfuerzo se llega al plural.

Refuge des Fondus es una suerte de corredor en miniatura. Al entrar, dos mesas alargadas se ubican a derecha e izquierda y los grupos de “comensales” acaban por mezclarse unos con otros. Nos sentamos juntos, pero no revueltos.

El ritual empieza justo cuando el maître –si se lo puede llamar así-, vestido con un suéter gris y un delantal blanco embarrado con alguna salsa, nos da la bienvenida con un francés atropellado.

-Allez les filles- ordenó que colocásemos los abrigos y bolsos al final del corredor, justo frente a la cocina.

En fila india llegamos a depositar nuestras pertenencias y así mismo regresamos –el camino era estrecho- para ocupar los asientos. Hay dos alternativas: sentarse de espaldas al pasillo o de espaldas a la pared, que por cierto está muy bien ornamentada con billones de firmas de los visitantes que han pasado por allí. De hecho la decoración del lugar no es más que eso: techo y paredes de un material que se asemeja a un pizarrón negro de tiza que acumula una colección infinita de colores, caligrafías y mensajes que seguramente provienen de un millón quinientos setenta mil rincones del universo.

Hace falta ser un hábil malabarista con las piernas, bueno casi.

-Up, up- el maître preparó una de las sillas para que hiciera las veces de escalón antes de dar un brinco (por encima de la mesa) y llegar a sentarme de espaldas a la pared. Para su fortuna, mi vecina de asiento (que traía un vestido) hizo un movimiento en falso y acabó por revelar sus “interiores” rosados (il faut faire attention!).

En cuanto al menú, solo hay una pregunta:

-Viande o frommage?- es decir, carne o queso.

Antes de que llegue el “plato fuerte” un otro garçon aparece para repartir los aperitivos y preguntar por nuestras bebidas que a los pocos minutos llegan servidas en biberones. Ya sea vino tino o blanco, una gaseosa o agua, vienen servidos en biberones de 240 ml., a menos de que uno sea “asquiento”.

-Un vaso, por favor- es sencillo, ellos no se complican si algunos se repugnan con la idea de beber de la misma "teta" que ha tocado los labios de quién sabe cuántos sujetos que podrían padecer de cualquier enfermedad tropical. 

En caso de que le interese, es posible divisar, desde cualquier sitio, cómo limpian los biberones.

La misma estrechez del corredor se traslada a los asientos en donde se batalla para atrapar un pedazo de carne o de pan y sumergirlo dentro de las ollas de queso. Todo aquello es parte de un ritual que lo viven principalmente jóvenes turistas, estudiantes o locales en un ambiente folclórico parisino. 

No es recomendado para exquisitos o para los que prefieren seguir con estricto rigor los protocolos de etiqueta en la mesa.

El costo del menú es de €18 euros. 


No tengo un registro propio de mi visita pero creo que este video sirve para darnos una idea clara sobre la experiencia en Refuge de Fondus.


Visual

Hay cosas que están por encima del anillo. Por eso cuando llegamos a la habitación le ordené que se acostara de una vez. Ya no quería escuchar aquel discurso melodrámatico que siempre va encabezado por la misa frase: Todas mis amigas se están casando, solo falto yo.

Hay cosas que está por encima -mucho más arriba- del anillo.

Peter Pedrito

En el estudio una sombra se paseaba. Eran apenas las ocho de la noche de un martes ordinario.

-Pedrito ya comenzó a molestar- le dije a mi hermana-, anda cierra la puerta, por favor, necesito concentrarme para estudiar. Me distrae.

La planta alta de mi casa tiene cuatro habitaciones: la de mi hermano, otra de mis padres, la que comparto con mi hermana y el cuarto de estudio. Muy poco es el estudio que allí se ha hecho ya que meses después de la mudanza se convirtió en una bodega de libros no leídos y trabajos viejos del colegio o la universidad. En mi casa tenemos la manía de archivarlo todo, aunque en realidad nunca volviéramos a necesitar de esos documentos, ahí quedan apilados.

Mi hermana, por ejemplo, quien estudia por lo menos diez horas de las quince que permanece despierta, solo lo hace en nuestra habitación. Está en el primer semestre de medicina y ya supera el promedio de calificaciones de su generación. Solo estudia, no vive.

Si bien no me molesta que se pase murmurando entre dientes las lecciones de anatomía práctica mientras duerme y yo armo maquetas para algún nuevo proyecto; se me está formando una úlcera en el estómago por culpa de todos esos huesos con los que se queda dormida sobre la cama –para el estudio de anatomía teórica- y los videos que nos muestra, a mi madre y a mi, de unos fetos mal desarrollados que utiliza para aprender de embriología práctica:

-¡Mira este! Es deslumbrante, no se le desarrolló el cerebro.

Yo creo que solo un poco de morbo me mueve para curiosear en la pantalla de la computadora ese color verdoso o morado de la piel y en aquella ocasión, una especie de Frankestein en miniatura cuyo encéfalo se había evaporado, dejándole la cabeza chata hasta la altura de las cejas. Lo cierto es que uno acaba por familiarizarse con estas mañas de los aspirantes a médicos y me digo: todo sea por la salvación de la humanidad. Quién sabe si mi hermana acaba siendo algo parecido a Alexander Flemming.

Pedrito llegó a mi casa como herencia, antes era de la prima de una prima que ya está en sexto semestre de medicina. Cuando le pregunté a mi hermana que de dónde lo había sacado, levantó los hombros con displicencia.

-Creo que es de los clandestinos- respondió y luego siguió murmurando algo sobre el omohioideo mientras yo pensaba en los nombres raros que tenemos todos adentro. Otra de las cosas que mi hermana ha dejado de hacer desde que llegó Pedrito a casa es sociabilizar. Talvez es una consecuencia de la no-vida que le toca llevar pero lo cierto es que ahora es incapaz de mantener un diálogo que supere una respuesta corta de seis palabras.

Como ella nunca me quiso explicar de dónde venía ni quién era Pedrito, tuve que averiguarlo por cuenta propia en aras de preservar mi sanidad mental. Un día pretendí ser simpática e invité a la prima de mi prima a tomar un café con la excusa de que estaba interesada en comprar el auto que acababa de poner en venta. Fuimos a la cafetería de la facultad de medicina y allí me encontré con un grupo de estudiantes que discutían sobre la suma que debían reunir para la compra de un cadáver.

-Son de primer año- dijo Pía, la prima de mi prima, y me explicó que a todos los estudiantes de medicina les tocaba comprar un muerto en algún momento de la carrera. Yo le conté que estaba familiarizada con el tema porque tenía a mi hermana menor en casa revolcándose todas las noches con sus huesos mugrientos.

-Ah, Pedrito –sonrió. Ahí descubrí su nombre.

Después de que se terminó el café y me mostró su carro, le confesé que me interesaba mucho la historia de Pedrito.

-A veces lo extraño –bromeó, o por lo menos parecía estar bromeando, no creo que hablara en serio. Ya empezaba a oscurecer cuando me señaló las piscinas de formol de la facultad y nos sentamos en el filo de la vereda.- Esas son las piscinas de formol. Allí están los legales, o por lo menos los no enterrados, los no deseados, los no encontrados, los llaman de diferentes maneras. La verdad nunca me interesé por el submundo de las piscinas de formol, estaba más dedicada a estudiar. Hay otros que se pasan horas escuchando las historias del Comemuertos -yo enarqué una ceja- el tipo que cuida las piscinas, es el tipo de mantenimiento de los cadáveres.

Como se le hacía tarde para su turno en el hospital, le pedí que me dejara en la parada de bus.

-¿Y si no son legales?

-Son clandestinos- Pía conservó la misma discreción de mi hermana.

-¡Cuál es el secreto!- creo que le pareció graciosa mi desesperación por conocer las leyendas de la facultad de medicina. Se echó a reír y luego explicó muy animada que si no tienes plata, le pasas un billete al guardia del cementerio general. Él se encarga de darles “una mano” a los estudiantes y listo. Naturalmente, no debe ser muy bien visto que la gente robe muertos de otros, pero las circunstancias apremian. Eso dijo ella. Un cadáver fresco como los de las piscinas puede costar alrededor de cuatrocientos dólares. Por eso los clandestinos son siempre una alternativa económica y Pedrito resultó ser uno de ellos: clandestino y económico. Con razón había salido malo y hacía ruidos en la noche.

-Pero tranquila,- me dijo mientras me bajaba del auto-, Pedrito es pana.

Decidí visitar al guardia del cementerio pero me aseguré de que fuera durante el día. Después de seguirle la pista preguntando a más de un huérfano y a algunas viudas, descubrí a un tipo regordete con una gorra del partido de derecha, una camiseta blanca teñida de negro en las axilas y unos zapatos que parecían robados de los cables de electricidad, de esos que cuelgan los peloteros en las calles del centro después de perder un partido. Leía un diario sensacionalista junto a una tumba mal sellada. Sus manos, cubiertas de cicatrices, estaban embarradas de lodo y hedían a formol. Él mismo se delató.

-Quería comprarle un muerto, me dijeron que usted me podía ayudar. Vengo recomendada de la facultad de la universidad estatal, no sé cómo podemos arreglar.

Antes de hablar enarcó una ceja y se acomodó la gorra.

-Para usted, mi niña, se lo dejo en tres cincuenta- no estaba familiarizada con las tarifas pero una diferencia de cincuenta dólares no me sonaba económica –vea, tengo uno que acaba de salir, digo, entrar esta tarde. Se lo tengo listo de aquí a dos días, vea.

Poco me interesaba su oferta, no le iba a comprar nada, más me intrigaba pensar en qué harían los deudos si se enteraban que lo que visitaban no eran más que un montón de nichos y cajas vacías. Aquello fue suficiente para comprender los orígenes de Pedrito. Me excusé explicando que iba a hacer una vaca con mis otros compañeros y que en cuanto hubiéramos reunido el dinero le avisaba para que nos hiciera una nueva oferta.

-Estamos para servirle, mi niña.


"Soy una herramienta de estudio". (Peter Pedrito)

Nadie cree en los muertos que penan hasta que uno le pena en su propia casa. A Pedrito, que no era más que una bolsa de huesos humanos acomodados en una gaveta de plástico, lo habían arrinconado entre las pilas de carpetas del estudio. El estudio es la puerta contigua a mi habitación, o sea que lo tenía bien cerca. Pero no todas las noches se manifestaba, solo cuando uno menos quería.

-Maricona- mi hermana me calificó de cobarde en una discusión que tuvimos una noche en que yo había decidido trabajar en el estudio con mis maquetas.

-Cómo crees que me voy a amanecer trabajando, cuando todos están durmiendo y yo casi en la penumbra con Pedrito mirándome al lado- se negaba a moverlo de sitio.

-Justo ahora se te antoja- gritó.

La primera noche que pasé a solas con Pedrito en el estudio decidí que si íbamos a compartir las habitación, teníamos que hacernos amigos. Resolví que seríamos “panas”, como había dicho Pía. Si tienes un muerto en tu casa: hazlo tu amigo. Hasta entonces yo no había visto ni sentido nada, pero la noche siguiente mi madre me despertó con su botella de agua bendita en la mano y luego empezó a salpicar todo el cuarto. Me sacó de la cama para obligarme a que la acompañara hasta el estudio. Allí también roció la gaveta plástica e invocó a San Benito para que se llevara a los espíritus malos.

-Y si no eres malo, Pedrito, y nos estas pidiendo una misa, mañana mismo te la hacemos, pero déjanos dormir en paz- cerró el estudio con llave, pues juraba que la puerta se había abierto y cerrado sola en repetidas ocasiones. Yo nunca vi, ni escuché nada.

Me convencí de que Pedrito era pana cuando intentaron robar en la casa. Un fin de semana en que salimos y dejamos al perro y a Pedrito a solas cuidado la casa, regresamos para encontrar la ventana del estudio destrozada. La casa estaba intacta, había huellas de sangre en las paredes exteriores y Pedrito se había cambiado de lugar. Nunca sabremos si él mismo se movió o si el ladrón pensó que en la bolsa guardábamos las joyas de la familia, pero ahí estaba él, afuera de  su gaveta plomo, en medio de la habitación y no arrinconado como de costumbre.

Mi abuela decía que es bueno guardar un hueso de muerto en casa para ahuyentar a los ladrones. No quiero imaginar lo que hace un saco completo de huesos contra un tumbapuertas.

Desde aquel episodio toda la familia terminó por aceptar la presencia de Pedrito con más humor que con miedo. Su compañía se volvió casi natural en mis horas de trabajo, encerrada a solas con él en el estudio. En algunas ocasiones una cortina se movía sola, la puerta se balanceaba o se caía alguna carpeta de la repisa. A medida que pasaba el tiempo, Pedrito perdió la timidez y yo le perdí el miedo. Pedrito era solo eso: un saco de huesos que cuando le apetecía tomaba cuerpo en sombras, vientos, ruidos. Claro, siempre le apetecía cuando el sol ya no estaba.

Ese día, a las ocho de la noche, después de mandar a mi hermana que encerrara a Pedrito en su pobre soledad de muerto convertido en objeto de estudio, sentí culpa. Creo que se resintió.

Mientras luchaba contra el sueño, él se hizo sentir en la habitación contigua. Fue mi turno de salpicar el cuarto con agua bendita aunque en realidad no entendía el sentido del ritual pero lo cierto es que lograba acallarlo hasta la noche siguiente. Desperté cuando el sol no terminaba de salir. Una mano me acariciaba la frente. Estando aun entre el letargo y una ligera conciencia me viré esperando encontrar a mi padre o a mi madre poseídos en alguno de sus arranques de cariño. No estaban.

Mi hermana roncaba en su cama y me encontré a Pedrito regado sobre la cama. La puerta del estudio estaba abierta y la gaveta destapada. Los muertos joden, pensé.

-No me vengas con mañoserías, Pedrito- tenía que hablarle en voz alta para que entendiera. Entonces azoté la puerta y me encogí nuevamente entre las sábanas.

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