Iba caminando él por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera mientras se enfrentaba contra la llovizna y contra otros pedazos de gente cualquiera que transitaban sin pareja. De repente la vio a ella que avanzaba con pasos ligeros, desinteresada. Daba la impresión de que flotaba y que una marea de carne humana la conducía hacia el encuentro.
Cuando ella levantó la mirada él ya se la había sostenido. Ambos la mantuvieron a veinte, quince, diez metros.
Se encendió luz roja para los peatones.
A los diez metros de distancia seguían las miradas suspendidas, cruzadas. La luz vívida y aun roja.
En ese instante él comprendió que no habría otra como aquella. Hizo un scan de su traje impermeable y de su mano que sujetaba un paraguas amarillo y supo de inmediato que los dedos de ella hacían link con otros dedos, con otra mano, con otro hombre, con otro pedazo de carne, otro semáforo, otra acera.
Diez segundos antes de la luz verde.
Ella también lo miró y alcanzó a leer los pasos que iba dando su mirada. Si acaso las dudas que despiertan el instinto, el deseo y la pasión llegaron a emboscarla, pronto recuperó la certidumbre de una cama hecha en casa, de un marido leyendo el diario, de un vino compartido después de la cena, de un gato maullando tras las escaleras de una casa nueva de una ciudad cualquiera. Regresó a la certidumbre justo en el momento en que la luz se pintaba de verde y ya no eran diez metros, sino nueve…
Ella volvía a rozar más de cerca las dudas a medida que la distancia entre ambos se acortaba. Cinco metros y él se resistía a abandonarla, preso entre una masa incandescente de carnes envueltas en impermeables multicolores, se aferraba a los ojos de ella que ya se veían más oscuros, más endebles, más líquidos y con una apariencia similar al aceite.
Él exhaló cuando la tuvo en frente, después de que ella se detuviera a contracorriente y otras caras rezongaran a empujones. Se detuvo a cinco pasos, a cinco inhalaciones y el tiempo corría en el espacio.
Comprendió él, comprendió ella, cuando ambos dieron el siguiente y primer paso, que aquello (ella para él, él para ella) era como el vértigo que se libera ante el borde de un abismo, un sobresalto espasmódico que logra ser virtualmente placentero pero fugaz. Pronto final.
Ella era para él y mil veces por él. Era.
Dieron el siguiente primer paso sin siquiera rozarse las manos. Justo antes de que el primer auto atravesara la línea de cebra, justo antes de que los arrollaran, incluso antes de que el encuentro se hubiera consumado.
Ella volteó, él no.
Él pensaba que las migajas de pan se van regando con la inconciencia. Mientras más lejos escapes, más difícil será encontrarla, pensó. A las migajas se las lleva el acertado viento. Y así fue.
Caminó y caminó, hasta que se encontró perdido en la ciudad cualquiera. Agarró un teléfono y llamó al primer conocido que recordaba y cuando estuvo de vuelta en casa exhaló complacido por haber sido co-protagonista del encuentro.
En su casa, ella se hundió en el beso del marido: un profundo abismo que, en aquella ocasión, descubrió vacío.
Parecía un relato improvisado, un paralelismo para lo que nos ocurría en el muelle siete. Pero en el muelle nada se había iniciado, solo se había consumado. También me prestó el relato para que hiciera buen uso de él. Yo se lo arranqué del aliento pero a los cinco días lo olvidé. Acaso venía a mi mente algún fragmento, alguna palabra bien enfatizada: ciudad, carnes, metros, él, ella, aquel, aquella. Lo había olvidado porque más fuerte había sido la impresión que provocaban las semejanzas, la impotencia, la inconformidad y la distancia.
Cinco días después recorrí el trayecto de regreso que me condujo de vuelta (solo de vuelta) y lejos de la ciudad cualquiera.
Una vez recuperado el sedentarismo hice una llamada de larga distancia. Logré que los dedos no me temblaran al discar. Tras escuchar su voz, uno de esos acentos exóticos que solo encantan porque no son propios, empecé a hablar. Pero en realidad no había mucho que decir, sobre todo ahora que me había prestado el muelle y el relato de la tipa del paraguas amarillo.
Fueron fallidos los intentos de búsqueda del muelle, pues cada vez que salía a su encuentro, acababa por desencontrarme en un silencio frío y negro (no azul). Cuando lo vi por primera vez, al muelle no a él, lo oí decir tras de mi mientra contemplábamos la coincidencia cromática del paisaje: la paz viene en azul. Y yo pensé, ay qué cursi.
El muelle siete.
Con el auricular en la oreja aproveché para comentarle, luego de una de esas conversaciones protocolarias que se sostienen por teléfono con los amigos a distancia, que el problema era que al azul lo dividen muchos colores.
Lo escuché reír al otro lado de la línea y expliqué que solo llamaba con un propósito. Confesé que la impresión había podido más que la fuerza de su relato y que esperaba que me pudiera contar otra vez –con la misma parsimonia y elocuencia- aquel relato de la tipa del paraguas amarillo.
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