De su intervención en la tarde del sábado 11 de julio llamó mi atención su manera de plantear el ejercicio de la escritura (narrativa en este caso): la aproximación al texto.
Hay quienes abogan por la planificación y la narración bien premeditada y organizada. Él, por contraste habló de un solo requisito para salir al encuentro de las palabras: un disparo basta para entrar a narrar y encaminarnos por las sendas de las historias.
No hay guiones establecidos en la cabeza del autor. Sobre la marcha se van reconociendo personajes, llevándose a cabo las acciones, conflictos o desenlaces. Esto no significa que no haya un ejercicio del pensamiento que provea una conexión lógica entre los sucesos, no, pero es -talvez- una manera más libre de relacionarse con la escritura.
Me encuentro identificada al coincidir en su proceder. No siempre, pero suele pasar. Hay un momento clave que viene para anunciarnos la llegada de una idea: una frase, una imagen, una persona, un evento, un pensamiento y… ¡voilá! Ese es el gatillo. Nos sentamos sobre el papel... Los dedos empiezan a moverse vertiginosamente sobre el teclado. O sea, escribimos desde las vísceras.
También nos decía que el no se retracta. César Aira no se corrige a sí mismo, solo espera enmedar cuando llegue el próximo encuentro con las palabras.
Sin más preámbulos, comparto un breve relato de este autor que llamó mi atención y me pregunto: ¿cuál habrá sido el pequeño disparo para esta narración?
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El carrito
Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire. En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro. El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:
–Yo soy el Mal.
17 de marzo, 2004
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